miércoles, 17 de julio de 2013

"Metamorfosis...Final"


Bueno...aquí se termina la "Metamorfosis de mariposa a gusano", espero que os haya gustado.
 
Vals a medianoche con la Muerte

 

 

Silencio. La noche se precipita con gritos de horror,

Caminan sin paso rostros retorciéndose en la oscuridad,

Ya no existe un horizonte que les muestre un poco de piedad

Y este es rajado y profanado por una brecha negra de dolor…

 

Corres, avanzas desesperado mientras te consumes en terror,

Mas, al fin, una dichosa garra te muestra un sendero de seguridad.

Se atraviesa un velo gaseoso cenizo y germina un instante de felicidad.

Ya no hay miedo, ya no hay dudas, el sueño amanece envuelto en un bello candor.

 
Cada paso va cerrándonos más en el tiempo. Camino despacio, callada, lenta; como ausente, perdida y silenciosa; solo escuchando mi respiración en esta senda pacífica de la amargura.
Veo gente, o siluetas y sombras que aparentan ser humanos, que avanzan ajetreados de un lado a otro… Pero no me mueven ni me empujan, ni siquiera me rozan, solo pasan desapercibidos rodeándome.

 Apenas hay luz que ilumine mi salida de este tumulto oscuro, solo un brillo asmático blanco ilumina dificultosamente cada pisada que doy.
Los seres que me envuelven no hablan, emiten sonidos ininteligibles y escasos, que al juntarse parecen una bandada de cuervos cenizos que atraviesan sin piedad el corazón de esta noche sin luna…

 Ya no albergo esperanza ninguna dentro de mí. Ya ceso de luchar, estoy completamente exhausta; pero en el último momento presiento que no estoy sola, que hay algo o alguien detrás de mí que me ofrece una mano amiga y cálida; corrijo, cálida no, menos fría en este invierno de sombras.

Sé quien es, y de repente me extiende unos dedos cadavéricos a los que agarrarme.
Desconfío al principio, me da miedo, vuelvo a observar la realidad esperpéntica que me ofrecen mis sentidos. Regreso mi mirada a mi paciente compañera (¿o compañero?) y muy despacio, casi temblando acerco mi pequeña y débil mano a la suya firme.

 Ya todos mis temores se han evaporado. Justo en el momento en que nuestras manos y nuestros mundos se unen todo cuanto hay a nuestro alrededor desaparece.

Siento como si mis pensamientos se desprendieran de mi mente, un frío estremecedor que hace tiritar me penetra y provoca una sacudida furiosa de mi cuerpo y que mis huesos se retuerzan de dolor.

Pasado un instante es como si flotara en la oscuridad infinita. Después de no mucho tiempo aterrizo cual pluma en algo sólido que se asemeja a un suelo que califico de mármol.
Tengo un miedo indescriptible, y mi garganta intenta profanar un grito de pánico que se funde en esta noche negra.
Casi al borde del llanto las finas manos de la Muerte me sujetan, me sostienen y me impiden caer en un abismo de oscuridad.
Un segundo después una luz extraña nos ilumina. Contemplo que estamos rodeados de varios espejos enormes rectangulares donde nos reflejamos infinitas veces.

Observo detenidamente mi reflejo: estoy prácticamente igual que siempre, solo que ahora visto un elegante y emperifollado vestido rojo pasión del que cae sin esfuerzo una larga capa color vino tinto, semejante a esta vestida con la más oscura sangre.
Un mar de rojas rosas se extiende apelotonado junto a nosotros.
Parezco disfrazada de la más tétrica Muerte Roja.
La Muerte, quien sigue acariciando con suma delicadeza mis dedos casi de una manera maternal, tan solo viste con una túnica de un negro más profundo que el de la oscuridad en la que antes me encontraba.

No puedo ver su rostro prohibido, pues una capucha que desciende asemejándose a la cascada del lago Averno terminando en una extensa cola oscura me lo impide.
Miro anonadada la estancia donde nos encontramos, en la que el suelo está cubierto de un mármol totalmente negro que brilla intensamente y en el que también puedo reflejarme.
A pesar de estar cubierto todo de una atmósfera tétrica y abrumadora estoy tranquila, y me siento reconfortada sin saber cómo ni porqué.

Mientras registro todo cuanto alcanzan a ver mis ojos, la Muerte habla con un timbre sedoso, pausado, cariñoso, que hace que me estremezca ya que me resulta extraña tanta suavidad, sabiendo que es Ella la que entona la frase:

-Cierra los ojos. Irás al lugar en el que nacen los sueños.

 

De repente todo cambia y se transforma en un torbellino envuelto en una luz potente que me impide ver. Tiemblo, ya no me siento segura, pero noto como Ella toma nuevamente mi mano, sin soltarla, asiéndola con suavidad y deposita en ella su beso eterno. Un haz de miles de gotitas de colores son ya los espejos rotos y mi cuerpo se siente agotado, y anhela descansar. Apenas puedo mantenerme en pie, y mis párpados comienzan a caerse pesadamente, obligándome a dormir.

Aún luchando por no caer en las redes de Morfeo oigo el eco susurrante de las palabras de la Muerte, que consiguen de un modo hipnotizante adormecerme y hacer resbalar en un sueño pacífico…  

 
De repente estoy ante un mar, sobre una playa de arena oscura y fría. Hace bastante aire, y el viento está impregnado de ese fuerte olor a sal…y entonces es cuando las veo cernirse sobre la arena áspera y espumosos fragmentos de piedra pómez; cerca de los caballos de crines blancas que se agitan con el frío viento, azotándolos como su jinete furiosamente.

Y los equinos chocan brutalmente inmaculados contra la grava, destruyéndose y pasando a ser gotas de agua que las mojan, aumentando su dolor y rabia con gritos y chillidos, relinchando sin cesar, a ellas: las mujeres velas… mujeres vela que se retuercen, que ondean sin fuerza el palo trinquete que las yergue sobre su tristeza, abatiendo a los corceles indomables, muriendo y reviviendo, ajetreando las telas de fino lino malva blanquecino, manchado de sal amarga que, cual lapa o percebe, se aferra a su piel dura y curtida por las flamas del fuego vivo que, llama distante, ilumina y aviva el motor que las renueva y, al igual que esquelas marinas, cruzan girando sobre sí mismas originando un torbellino profundo, agonizante, haciendo que sus velas se desprendan como se desgarra la piel a mordiscos, y gimen ofensivas cuando la tempestad de timbales ciega la vista de unos ojos suyos inexistentes; borrados por la memoria de quienes jamás las conocieron…

Es una sensación terrible y aterradora verlas allí, no tan lejos de donde yo me encuentro refugiada, y grito y pido auxilio para evitar contemplar tal sufrimiento. Y parece y mi llamada es escuchada y atendida, porque un segundo después todo se nubla, y mis oídos adormecidos otra vez oyen de fondo una lluvia caer…

 

Silencio. Solo la arrulladora melodía de los hijos alados de la naturaleza. Acarician mis dedos las florecillas recién nacidas, alcanzan también los futuros frutos. Rebosa todo de vivaces colores, se iluminan las copas del brillo de la vida…

Ahora mis pies desnudos disfrutan caminando sobre la esponjosa y extensa alfombra de pétalos diminutos. Es precioso, magnífico. Atravieso unas enormes hojas que, como puerta, abren ante mí una escalinata de piedra.

Subo curiosa, expectante. Al final encuentro una pequeña pradera que, similar al oráculo de Delfos, invita a la reflexión: lleno de prado verde puro, con largos bancos de piedra formando un semicírculo y no muy lejos una bañera de mármol de la que sobresalen juncos y espadañas.

Vuelvo a pasar el muro de hojas y me deleito con el ritmo pausado de las cotorras, que cantan a capella con el silbato de las tórtolas.

Un poco mas adelante hallo el espléndido  cortejo del majestuoso pavo real a su dama, y algunos pasos después una magnánima fuente, con Tritón en el centro, rodeado de hipocampos, que exhalan suspiros y relinchos de agua fresca.

Solo existe una palabra para describir semejante paraje: mágico.

 

Hace unas pocas horas que desperté de aquello que me había parecido un sueño, o una pesadilla, y me encontré recostada entre espliegos, lavandas y madreselvas.

Estuve arrastrando mi vestido, y no mucho después pareció que se desprendía como la muda de piel de una serpiente, quedando una suave tela que a modo de túnica larga me cubría.

Estuve recorriendo este bello paisaje durante un tiempo, y explorando y deleitándome con su jardín de las delicias descubrí escondida una preciosa cascada. Mas observando más ese lugar, descubrí que detrás del agua que caía había un camino de lisas losas, y sin temer en este plácido sueño me adentré en él.

Avanzando entre los líquenes y un pequeño riachuelo, cubierto de hiedras y pasionarias se alzaba una antigua puerta, magullada por el paso de los años.

La curiosidad de mi cabeza se mezclaba en el aire con las semillas de los dientes de león, que varaban sin rumbo, de un lado a otro.

Avancé con paso cuidadoso entre matorrales de hibiscos de todos los colores, que competían con el atuendo chillón de los tulipanes y las tímidas campanillas, que aún permanecían abiertas a pesar de que el atardecer se cernía sobre el campo y ya se divisaba en la lejanía el astro blanquecino que reina la noche.

Tan solo algunos puntos fugaces de luz me alumbraban mi caminar, y estos se plasmaban en la danza luminosa y jovial de las luciérnagas.

El telón azulón de la noche comenzaba a bajar cuando decidí intentar abrir la pesada puerta, la cual tras algunos esfuerzos cedió chirriante.

Al empujarla una fría ráfaga de aire sacudió la hiedra que firmemente se sujetaba.

Penetré con sigilo en la estancia y encontré una majestuosa escalera que conducía a algún nivel inferior.

Agarrándome fuertemente a la barandilla gruesa comencé a bajar temerosa por los interminables peldaños.

 

Tras una caída sumida en la oscuridad llegué a lo que parecía ser un salón.

Pasan unas horas…

 

Estaba sentada en un enormes sillón de piel negra, suave como terciopelo, decorado en madera oscura ostentosamente frente a una chimenea de grandes proporciones como todo lo que decoraba el salón, que humeante y ardiente ilumina la estancia.

Sobre la repisa de la chimenea había dos candelabros que, alegóricamente con la forma de dos caballos –uno blanco y el otro negro- hacían cabalgar relinchando las llamas que sobre ellos descansaban.

Una suave música de fondo, que se asemejaba a lo que podía ser un vals tranquilo y pausado completa el ambiente.

En eso, mientras mis manos se relajan sobre los esplendorosos posabrazos, viene Ella de nuevo.

Se acerca, muy despacio, la música pierde color y el color pierde tono. Me dedica una mirada igualmente pausada, vuelo del cruce de dos miradas (una azabache y pétrea y la otra brillante y cálida) que se saludan.

 

Es la primera vez que la observo sin su capucha que como cascada del mar de los Muertos descendía sobre su rostro.

Es bello, de una belleza infernal, oscura, que queda reflejada no en su verdadero aspecto, sino en esa máscara pálida, como de porcelana y lacrimosa que me estremece y a la vez hace que me resulte familiar.

Parece hombre ( y no mujer como la que se encontró conmigo hace no mucho) y toma asiento en el sillón que similar al mío está en frente de mí.

Con esta danza de miradas que se mueven al casi extinto susurro del vals nos contemplamos mutuamente durante unos instantes eternos que se queman en el fuego fatuo de la chimenea.

Él, que ya no Ella, con su negra túnica de noche sin estrellas y aquellas pupilas justicieras y matadoras.

Y yo ahora igualmente de negro, con un mono de vestir de pantalón acampanado y recogido al cuello con un nudo que yace sin esfuerzo; los brazos desnudos –no hace frío- y al cuello un colgante del que desciende un escorpión en un tono apagado y muerto, y una pequeña mariposa lila, que parece que desea agitar sus alas y hacer marchar su alma fuera de la prisión de la cadena.

Unos tacones no excesivamente altos completan mi oscura apariencia.

 

De repente, la música se corta, y la habitación se inunda con el torrente de voz de la Muerte:

-Bailemos- Dice con aquella voz grave, indiscutiblemente masculina y poderosa, con un poder que me levanta súbitamente de esa tranquilidad muerta.

Él siente que me asusta, y se acerca, y me ofrece aquella mano que hace mucho tiempo también me entregó; y su eco se vuelve suave, sensual, embriagador, como gotas de néctar sagrado.

Y sin darle lugar ni tiempo a las dudas tomo su mano, y el salón se abre ante la voz de su dueño, y la madera antigua y exquisitamente decorada con detalles florales se transforma en ese mármol negro que ya conozco…

 

Y entonces experimento una sensación que jamás había sentido ni hubiera podido imaginar: el recogedor estruendo melodioso de un vals inunda atrozmente la nueva estancia, todo cambia y mi traje vuelve a ser vestido largo, abultado, pero ahora negro como el plumaje de los cuervos, y a la vez suave y espeso cual pelaje del lobo gris, escamoso al igual que una serpiente deslizándose sobre su pecho, tejido en las manos con la exquisitez de las arañas e igual de puntiagudo que los dientes de las bestias.

Un collar de gemas relucientes se muestra triunfante en mi cuello, y mis pies descansan en unos preciosos botines. Parezco una alegoría de la noche misma.

 

Esto se suma a la presencia impenetrable de Él en la sala, que cautiva uno por uno mis instintos, y parece que por un lado eso me debilita y por otro me ensalza…

 

Suena fuerte y estruendoso el vals, y Él me invita a bailar; confiado, pasional me arrastra y desliza por el mármol resplandeciente.

Unas tinieblas sombrías comienzan a acercarse desde lejos; siento miedo y escalofríos, presiento que queda poco para que algo termine, pero no quiero, este vals es demasiado perfecto para que se acabe así, tan pronto…

Parece que Él ha notado mi temor, y me estrecha entre sus brazos cubiertos por la túnica, junto a un pecho del que no se escucha un latido.

 

Mi alma se siente descansada. Mi cabeza, tranquila. Empiezan a sonar las campanadas que anuncian la medianoche. Una lágrima recorre rápidamente mi mejilla.

De repente siento los dedos cadavéricos de la Muerte retirándomela, y una respiración inexistente muy cerca de la mía y, despedida anunciada, sus labios rozan los míos con la suavidad de las nubes, acabando las campanadas del reloj con el verdadero beso eterno sumido en la gloria.

 Y su última frase resuena de la manera más bella que se haya podido escuchar jamás:

-Dulces sueños. Descansa en paz.

 

 

 

Todo resuelve en un incontrolable lugar sumido en el placer,

Se descansa, se disfruta, se admira de las bellezas que nos ha regalado la vida,

Queda muy poco para que llegue el final de la interpretación. Ya está, se acabó.

 

Allí estará acompañándote, sujetándote hasta el final, creerás estar viva.

Doce campanadas, un baile, un vals, un principio que terminó.

Él, Ella, la Muerte, te regalará su beso eterno, y por fin tu alma volará de tu ser.